Reseña del libro Los caimanes, de Inés Arteta

Al comienzo hay una muerta, Felisa; y casi de inmediato, una obsesión: saber qué pasó. Estos hechos como puntapiés, y un teatro de operaciones lleno de pliegues y silencios cuasi conspirativos —el barrio cerrado homónimo a la novela— son la chispa que pone en marcha a Los Caimanes. La terquedad y el empeño de Clara, amiga entrañable de Felisa, quien no suscribe aquella visión de consenso que rápidamente explica y clausura los hechos, son como aceleraciones que la llevarán a involucrarse en una porfiada búsqueda de la verdad: transformada en una detective ad hoc, intentará esclarecer lo ocurrido según su propia pesquisa. No obstante, saber cómo murió Felisa será también asomarse a los agujeros de una personalidad explosiva. Cada una de sus indagaciones, cada uno de sus entrevistados le acercará un perfil nuevo e ignorado, “una versión diferente de su amiga, que le dejaba la impresión de que ella tenía una más entre todas”. En cierto modo, entonces, más que en el crimen, en el criminal o en la propia investigación, este es un policial que hace foco en la víctima. Felisa estaba mal, siempre había sido “diferente” y su inadecuación mundana no podía tener otro corolario que no fuera el suicidio. Punto. Pero claro: si el cómo no es como nos cuentan, a esta primera sospecha enseguida se le agrega la pregunta de por quién. La caimanofilia, esa secreción pegajosa y a la vez intangible que prima entre los vecinos del country —una especie de lealtad mutua a lo que vivir allí representa, y que cada quien ejerce a su modo y como sin querer— se volverá un obstáculo casi insalvable para quien persigue respuestas. Sin embargo, producto de la insistencia de Clara, lo visto, lo oído y lo ocurrido en los días previos a la muerte caerán acomodándose como las piezas de un tetris. La función de estos datos es alimentar la intriga y su paulatino desvelamiento, y aunque quizá haya algo excesivo en la lentitud del goteo, y aunque el enigma a veces pierda peso en el embrollo —el ajedrez, el comportamiento de los verdaderos caimanes, Rabelais, Darnton, el Carnaval: muchos desvíos alusivos para explicar qué pasa en el country y ciertas envolturas de la muerte de Felisa—, las pistas que Clara va recopilando vienen en auxilio de la trama y vuelven a provocar nuestro interés. Traiciones, engaños, silencios: el músculo de la hipocresía está tan entrenado y fuerte como los de la mandíbula de los cocodrilos. El robusto elenco de personajes está dibujado con iguales dosis de imaginación, tipicidad y exactitud para los roles que les toca desempeñar —el superado zen, la superstar, el hijo débil del lobista y el lobista todopoderoso—, y el relato se detiene en cada uno lo suficiente como para darnos una impronta más honda que la apenas superficial. El ritmo de la prosa, limpia y ágil, también hace lo suyo: luego de leer cierta cantidad de líneas se forma en nosotros una percepción nítida y vivaz del conjunto. Sobre el final, una sorpresiva hipótesis que involucra oscuros vicios y hasta a la mismísima Clara hacen tambalear todas nuestras representaciones acerca de lo que parecía haber pasado. Y en lo que tal vez pueda leerse como un guiño a los policiales de problema, una detallada explicación que hilvana motivos y consecuencias alumbra un sólido esclarecimiento.

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Fuente original: Revista Otra parte

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