Una niña secuestrada, no por fuerzas parapoliciales o delincuentes, sino por sus abuelos. Con una distancia que dosifica sabiamente el dolor y una gracia maliciosa transformada en invención verbal, la autora, poeta y psicoanalista, cuenta su infancia de venturosa heredera a la que todo se le ha dado, salvo cariño. La madre, “colmo de la paquetería drogada”, vive tendida en su cama con baldaquín, tomando whisky, enamorándose de gigantes ciegos o de hipnotizadores pedófilos e intentando suicidarse con regularidad. ¿Por qué se ha ido el padre de casa? ¿Qué se pincha la madre en las venas? ¿Por qué se la llevan los abuelos sin darle explicaciones? ¿Por qué ha muerto el tío, ese que le regaló sus primeras zapatillas de baile? A la información negada y a la culpa que esta ausencia provoca le corresponde el asco por sabores y olores en apariencia inocentes: rehén de un sistema hipócrita y mentiroso contra el que se rebela, la niña sólo puede escapar de su cárcel dorada negándose a comer. Los alimentos representan la farsa, ingerirlos equivale a “tragarse” el cuento. Los rituales de la high society, observados con ojo de lince (esos almuerzos de la abuela con “Manucho y Victoria” como invitados de honor), le producen tanta aversión como una torta de crema. No todo es engañoso, por suerte. La estancia, con sus caballos amigos, sus escarabajos de un negro tornasolado, sus choclos transformados en marionetas y también el abuelo, rígido pero capaz de dibujarle caritas de animales en forma de letras, logran devolverle la vida. Nadadora, jineta, actriz, bailarina, la prisionera salta hacia la alegría con una agilidad que se transmite a su escritura, llena de autoironía y a mil leguas de todo patetismo. El “espíritu danzarín” del que hablaba Nietzsche puede alumbrar la historia de una nena solitaria, abandonada en medio de la abundancia como en una isla desierta.
Alicia Dujovne Ortiz